No soy precisamente un europeo educado en Eton que sabe pelar una naranja haciendo ese movimiento circense de pincharla con un tenedor. No soy alguien que tiene un máster, sabe francés o pronuncia frases como «no en vano». Una vez ya sabéis que soy pobre, vamos al tema principal: ¿Os habéis dado cuenta del ruido que hay allí donde vayas? Y lo digo yo, que estoy medio sordo.
Tú vas al cine y como ahora hacen una sala para cada pareja, dices «¡Qué bien! ¡No hay nadie!». Cuando has pronunciado la sílaba «die», aparece la familia Ulises cargada con contenedores de palomitas y se sientan a tu lado. Entonces, cuando en la peli el protagonista hace una pausa dramática antes de decirle al amante que la quiere, parece que lo haga en una planta de reciclaje. Cuando ya celebras que se ha terminado un cargamento de palomitas tan grande que incluso Xavier Fähndrich hace una nota de prensa del Port, comienza el trasvase del Ebro. El niño pequeño, que está en el suelo inconsciente porque ha chupado la cañita de la Coca-Cola hasta la asfixia, se incorpora y le pregunta al padre si a él le queda. El padre no ha pensado en parar el móvil y la niña mediana le dice «¡Papaaa!». Cabreado, marchas a otro asiento en el momento en que un señor que tiene la vejiga como los depósitos de Dow, hace levantar a todo el mundo para ir al lavabo. Marchas del cine y vas a cenar a uno de esos 100 Montaditos, que no son diputados, y te encuentras una familia que, aunque están a una distancia de medio metro uno del otro, utilizan el mismo volumen que si estuvieran uno en Madrid y el otro en Barcelona. Pasas por un colegio, una piscina o vas a la playa y los niños, pobres inocentes, si no gritan, no disfrutan. Por fin, acaba el fin de semana y el lunes vuelves al trabajo. Pides una credencial para entrar en el Parlamento y se levanta Carrizosa. ¡Qué le vamos a hacer!