El otro día me comentaron que en Tarragona hay más perros que niños, más del doble. Yo no tengo hijos (que se me haya informado) y había pensado tener un perrito, pero lo descarté porque vivo en un edificio sin ascensor. No se debe a que el pobre animal tenga que subir a pata, sino porque no sería un piso sin ascensor, sería un ascensor con pis, porque aquí un servidor de ustedes no se quitaría la bata de seda cada vez que la vejiga del Scooby Doo esté como la bolsa de las pensiones. Sí, ya lo sé, siempre dicen que está vacía, pero yo creo que estará llena, especialmente de los que hemos cotizado mucho antes de que la vida laboral se convirtiera en muerte laboral.
Os digo una cosa, me da pereza ser padre. No os enfadéis los que tenéis la cartilla aquella de familia numerosa, pero no le encuentro ninguna ventaja, salvo que tu hijo llegue a ser un futbolista al que le abran las puertas de las sucursales bancarias mientras echan a patadas a todos los jubilados. Ésta es la secuencia mental que tengo sobre la descendencia: la cosa comienza yendo con el coche a toda pastilla hasta el Juan XXIII con tu mujer diciendo que le duele. Luego, meses sin dormir con un moiselito que llora más que el padre cuando debe facturar. En el cole, que si en catalán al veinticinco por ciento, que si el niño se ha peleado. A continuación, viene la época dorada, la ilustración, esos maravillosos años en los que el adolescente se vuelve protagonista del Club de la Lucha. Entonces te empiezan a pedir una moto, un iPhone y dinero para la Flash Back, porque, claro, el niño debe emparejarse como Dios manda con una chica a la que su padre debe ir a buscar a las cuatro de la madrugada con unas gafas hechas de legañas. Afortunadamente, cuando eres mayor, te cuidan. ¡Qué! ¿De qué os reís?