Han tocado a la puerta de casa. Un tipo que dice que viene de América asegura que mi piso era de su hermano cuando él se marchó a Salt Lake City, en 1965. Le he dicho que el psicólogo está dos pisos más abajo y dice que no, que podría decirme incluso los puntos del techo del comedor en el que salen manchas de humedad y que desde mi ventana se ve la casa de Pep, un vecino rico que tengo. He ido corriendo al Registro de la Propiedad y, ¡coño!, está a nombre de un tal Caralampio López. El del registro me ha dicho con voz bajita que creía que ese hombre era un misionero que enviaron a Bidenland y que iba inmatriculando a granel... y no precisamente vehículos a motor.
Entonces le he enseñado las escrituras al visitante, y el muy hijo de Utah las ha roto delante de mí. ¡Hasta aquí habíamos llegado! Le he tirado a la cabeza un manual de Derecho Civil, que pesa 700 gramos. Cuando la sangre ya llegaba al río, concretamente al Francolí, ha subido el vecino, que es Mosso y ha dicho que o dejábamos de pelearnos o sacaba la Taser. Es el nombre de su perra, que está adiestrada para morder cuando llaman a la puerta los de Endesa. Entonces ha dicho: «mirad, como ambos tiene alguna parte de razón, lo mejor será que se reúna en la terraza del bar Denver cada lunes y negociad».
Se ha ido el policía y, como dueño del piso, le he dado la mano al dueño del piso. La primera reunión ha sido flojita, sólo hemos hablado de traspasar el buzón. El segundo día hemos sentado ante una cerveza y le he dicho que lo justo es que el piso fuera mío. Él ha contestado que no, que el piso es suyo. Entonces se ha ido diciendo: no volveré a sentarme contigo hasta que tengamos algo que negociar. Me he enterado dónde vivía y he hecho una calçotada en la puerta de su casa. Cuando le han rescatado los bomberos medio asfixiado por el humo he gritado: «¿Qué, americano? ¿Te gusta más esta negociación»?