«Uf, el Moisés se hace viejo, hoy nos hablará de la mili». Efectivamente, habéis acertado ambas cosas. No os vayáis, lo haré entretenido. He visto con pena y poca gloria cómo aquellos niños rusos con uniforme lloran por teléfono a sus madres diciendo que les obligan a matar. Me he emocionado identificándome con ellos y pensando que me hubiera pasado lo mismo. Ya os lo adelanto, para los «banderitas», que yo cogería un patinete de aquellos de la playa Larga y huiría como una rata hasta Cerdeña. Yo no mato ni por la patria, ni por encargo de una funeraria en bancarrota.
1979. Flash Back. Cubata. Un amigo me dijo que lo mejor para pasar esa penosa época de la mili era ser proactivo e ir voluntario. El sitio de celebración sería la oficina del coronel. «¡Así no harás guardia ni maniobras!» ¡Y una mierda! Yo pesaba 50 kilos, tenía 18 años y llevaba un casco de hierro que sería de cuando Paquito el chocolatero era amigo de aquel hijo de su madre que nunca aprendió a afeitarse el bigote. Yo parecía la Cayetana con una pamela de esas que pasea la Reina de Inglaterra por Ascot.
«Mañana vamos en helicóptero a Vandellòs, coge un subfusil», me dijo el oficial. Pensé que habían atacado la central nuclear y se freirían más huevos allí que en Casa Lucio de Madrid. «Mi capitán: Yo soy oficinista, no sé disparar». «Tranquilo, que hemos montado un camión-oficina». Efectivamente, me veis durante unas maniobras en el campo de fútbol de Vandellòs, con una Olivetti, unos mapas y una tienda de campaña camuflada al lado tecleando lo que dictaba el jefe del Estado Mayor, un señor mayor, ya lo dice su cargo. Para ir al bar cogía una ametralladora cargada de balas y paseaba por el pueblo como si fuera el hijo de Putin. Estos niños que vemos en la tele son como yo, con armas, pero más asustados que Villarejo la noche de San Juan. Pobres!