Cada década que llega a mi DNI emprendo alguna aventura para demostrar que no me he hecho viejo. Por ejemplo, en los sesenta me he casado y he entrado en la universidad. A los cuarenta pasé de trabajar en prensa sobre muertes a hacerlo para los vivos de la televisión. A los treinta dejé la zona de confort de Tarragona para trabajar en un diario de Canarias. Cuando cumplí el medio siglo, decidí hacer un viaje en autostop. Ni que decir tiene que un tipo con barriga y canas no atrae tanto la atención como esa rubia del Tulipán Negro. El autostop es mucho más barato que la Renfe, ¡Donde va a parar! pero tiene una desventaja: que tienes esperar muchas horas. ¡Un momento! Pienso... borrad esta frase.
Hice «a dedo» un Barcelona-Madrid-Barcelona subiendo a una decena de camiones: búlgaros, rumanos, portugueses y un catalán. Cada uno me explicaba cómo era su vida, su país y, especialmente, los problemas que se encontraba para hacer equilibrios económicos y de tiempo, llegar a destino a gusto del cliente y sortear atascos o averías.
No hay nada como estar en la piel de un profesional en su puesto de trabajo para conocer de primera mano el sector. Se llama periodismo. Mi aventura fue enriquecedora. En Alfajarín, en Zaragoza, o en un área de Lleida descubrí auténticos «campamentos» con vecindad civil imprecisa de chóferes que se conocían, el que venía de Huelva y el que vivía en Figueres. Jugaban a cartas, miraban la tele en la litera, fumaban o paseaban en la oscuridad esperando a que tocaran diana. No podían conducir cuando querían sino cuando lo decía un aparatito: el tacómetro. Mucha soledad, acompañada de paisajes europeos que abren el alma con flamenco en la radio. Un mundo. Mi apoyo a las reivindicaciones de estos hombres que se dejan la vida en carretera, aunque no tengan ningún accidente.