Era una mañana como cualquier otra, con noticias de Pegasus en la radio y el precio de la electricidad por las nubes. Por cierto, que amenazaba lluvia. Llamaron a la puerta de casa. Era la mujer de la limpieza de la comunidad: «Perdone, pero en la escalera está viviendo alguien». ¡Sí, claro, vivimos quince familias! «No, no, cuando digo en la escalera, quiero decir en la escalera. Venga». Y sí señor, con un par de pelotas, alguien tenía sus zapatos, un saco de dormir, una radio, los medicamentos en la mesita de noche y es raro que no tuviera colgada una bata de seda de Kawamata en un perchero y un mayordomo inglés. El problema de este dormitorio es que está en una zona comunitaria.
Yo, que hace meses que muevo más los manuales de derechos civiles y reales que el tenedor, miré las leyes de los okupas. El tema es que, si te quedas a dormir, por ejemplo, en la habitación de los contadores de la electricidad, ¿A quién estás ocupando, a Thomas Alva Edison? Es evidente que el okupa no tiene un pelo de tonto y es como las salamanquesas, que sólo aparecen de noche y cuando no hay nadie. Quizás entra sigilosamente de madrugada, como la poli cuando viene a detenerte, y sale antes de que cante el gallo. Así que, de vez en cuando, voy mirando a ver si lo pillamos… pero no hay manera. Hace diez días.
Y, entonces, los que somos gente como Dios manda nos preguntamos: y si es un pobre hombre que trabajaba, por ejemplo, en el Banco de España de la Rambla y ahora, parado, no ha podido pagar la hipoteca. Y si es un enfermo de política, o peor, un hombre que carece de partido. ¿Será un yonkie? ¡Un enfermo, pobre! Y tú que cogerías la bata de seda, los zapatos y el saco de dormir y lo enviarías al Coll de Lilla de una patada, piensas «tal y como está el mundo, podría ser yo». Sobre todo, que me enfrente, me dice un vecino. Y estoy viendo que pronto le pasaremos el IBI y las derramas porque, amigos, tengo un señor que vive en la escalera de Richter, un alemán que estudia en la URV y vive en el cuarto primera.