Tengo dos primos de 18 años, Pep y Manolo, a los que quiero mucho. Paso cada Fin de Año con ellos y cuando ha corrido el Anís del Mono les prometo que el próximo año les regalaré un coche. Hacia mayo, Manolo me dice que ha aprobado en la autoescuela y que «¿Qué hay de lo mío?». Entonces voy a su casa y le doy veinte mil euros para que se compre el coche que quiera. Mi primo me llena de besos. Dos meses después me llama Pep. «Primo, ¿recuerdas lo del regalo?». Yo le contesto que no me acuerdo bien, que sí, que sé que dije algo «pero, claro, se bebe mucho esa noche mientras miramos a los Cachitos de Hierro y Cromo». Entonces él me dice que le prometí que le compraría un coche. Y yo le pregunto: «¿Ya sabes el coche que quieres comprarte?». «No, todavía no le he mirado, esperaba que tú me lo confirmaras.» «¡Hombre! Si no sabes qué coche debes comprarte como quieres que te dé el dinero...». Y Pep comienza a mirar concesionarios, va de Volkswagen a Renault y Toyota como si fuera el repartidor de Pirelli. Compara precios y, al final, se decide por un Cupra. Mientras Manolo se va paseando con su flamante Seat Tarraco, Pep me llama: «Primo, ya sé qué coche quiero. He mirado un Formentor». «Hombre, Pepe, una cosa es un regalo y otra es que me dejes en la ruina. Tienes que mirar coches, pero de segunda mano». Mi primo Pep llora y me dice que no le quiero, que Manolo ya hace días que rueda con un SUV muy bonito, y nuevo. Entonces yo le digo que le quiero mucho, pero que debe tener en cuenta que de Manolo soy padrino y que, ya que no le regalo la Mona... Y cada año hago lo mismo. Los años han pasado y resulta que mientras Manolo tiene un chiringuito de cervezas en la Platja Llarga, Pep se ha hecho urólogo. Por cierto, que me ha dado cita para hacer una revisión de la próstata y dice que lo hará con un protocolo que llama cariñosamente, «de segunda mano».