He coincidido con Rubén Viñuales. Yo ya le he puesto el mote de alcalde, pero lo digo de cachondeo, a ver si ahora perderé amigos aquí y los ganaré en el Bierzo. Todo lo que he hecho la pelota en tres años a los íberos puede irse al carajo. Yo, como independentista, preferiría que fuera alcalde el Carod Rovira, aquí y en Shanghai, vamos, en la China popular. También es verdad que, como estudiante, tengo un cierto síndrome de Estocolmo hacia los profesores universitarios jubilados. Si ahora sonara el teléfono y me dijeran, Moisés, ¿quieres ir en las listas? Lo primero que pensaría es en un camión a gasógeno que llevaba presos en el patio de los callaítos, porque soy más republicano que las ojeras de Azaña.
Ahora que hablo de esta ficción, porque ya no hay partido con el que no me haya metido, pienso... ¿Qué hay que estudiar para ser alcalde? En la ley 39/2015 no lo he encontrado. O sea, te dan la varita aquélla, te ponen la cinta de Miss y al día siguiente convocas un plenario y... ¿qué haces? Hombre, podrías decir: «Hola amigos, estoy muy contento de dirigir la ciudad y ahora todos estáis invitados a un gin-tonic en el bar Moto Club». Entonces la Begoña diría: «Alcalde, le recuerdo que según el artículo 54 de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, no se pueden hacer ni recibir regalos si eres un funcionario público». Y, claro, ¿tú qué haces? Yo diría, «bueno, pues en vez de gin-tonics os invito a todos a un vaso de agua, unos palillos y una servilleta de papel». Por eso, propongo la creación de autoescuelas de alcaldes. Las asignaturas serían: defensa personal para opositores feroces, desactivación de filibusteros, reconducción de desórdenes del día, limpieza de maderas nobles y terciopelo con Centella parra los salones de plenos (incluido el Supremo). Y, por último, cómo gestionar las arcas municipales. O sea, colocar los palillos, vasos y servilletas en los cajones correspondientes.