Magí Espinosa Maura. Excombatiente de la Quinta del Biberón:
«Atacábamos de noche, no veíamos nada y nos matábamos entre nosotros»
El tarraconense Magí Espinosa combatió en la Batalla del Ebro entre miles de jóvenes que, como él, formaron a la conocida Quinta del Biberón
Han pasado 80 años, pero Magí Espinosa recuerda bien los detalles de los combates, las miserias del frente y, sobre todo, la gran suerte que lo ha acompañado siempre. «El miedo sobraba, el conocimiento para salvar la vida estaba a tope, pero todo eso allí no servía de nada porque la mayoría de los ataques los hacíamos de noche y nos matábamos entre nosotros mismos porque no veíamos nada», explica. Al llegar al frente, contaba 17 años, como la mayoría de sus compañeros de la 227 Brigada Mixta, Batallón 905 de la Quinta del Biberón (jóvenes nacidos en 1920 llamados a filas en abril del 38 por el Gobierno de la República ante el avance de Franco hacia Cataluña). Espinosa recuerda los fusiles máuser checoslovacos «cojonudos» que recibieron al principio, pero que desaparecieron poco después. Recuerda todavía más los fusiles españoles que cayeron en sus manos y que se encallaban al tercer tiro.
Nacido en el corazón de Tarragona, en la calle de la Mercè, casi debajo del Portal de Sant Antoni, es el hijo mayor de ocho hermanos. Todavía tiene bien presentes los primeros bombardeos franquistas en Tarragona y describe cómo un barco de guerra descargaba sus proyectiles sobre la ciudad desde la playa del Miracle y un hidroavión sus bombas en la Rambla Nova. Espinosa relata uno de los ataques desde el mar cuándo se encontraba en una masía familiar, próxima a la Ermita de la Salut. «El padre nos dijo a mí y a un primo que corriéramos. Era de madrugada y vimos pasar la bala, como una sombra», explica.
Desde el comedor de su casa, en Torreforta, rodeado de sus tres hijos, muestra una réplica del monumento a la Paz en la Sierra de Pàndols (Terra Alta) en recuerdo a los muertos en la batalla. En su casa no se hablaba nunca de política. El joven Espinosa, deportista, disfrutaba de largos paseos por la montaña y heredaba la afición del padre por la caza. Cuando lo llamaron a filas trabajaba de yesista. «Sólo pensé en encontrar una solución para librarme. Hacía mucha falta en mi casa», justifica. El padre, estibador, sólo trabajaba uno o dos días a la semana cargando sacos de nitrato y cobraba unas 15 pesetas diarias. «No llegaba la cosa», añade.
Espinosa cruzó el Ebro en barca. No encontraron resistencia y avanzaron unos kilómetros hasta que, en los alrededores de Fayón y Mequinenza (Aragón) se desencadenaron combates importantes entre las tropas republicanas y el ejército sublevado. La mayoría de tiros se dirigían «al bulto», explica. Durante aquellos cinco meses en el frente, antes de caer herido en la pierna, tan sólo disparó una vez apuntando al objetivo. Una ametralladora escupía sus balas hacia su posición y se parapetó detrás de un olivo. Era de noche y el rayo luminoso que desprendían los proyectiles era fácilmente visible. «Cogí el fusil, disparé y aquellos tiros dejaron de salir. No podría jurar si fue un blanco, lo único que recuerdo es que, justo después, tubimos que salir corriendo», explica, a causa de una nueva descarga de munición enemiga.
Un hombre con suerte
Espinosa reconoce que la suerte ha estado su compañera de viaje durante estos 98 años «y medio» como le gusta recalcar, sobre todo en los peores días de combates en el Ebro cuando las balas volaban silbando a pocos centímetros de la cara. La fortuna decidió que una bomba de mortero se desviara ligeramente gracias al impacto contra una pared rocosa antes de caer a pocos metros de donde se encontraba, haciendo imposible la detonación. «Un milagro, todavía estaria volando», bromea. En otra ocasión, mientras viajaba herido encima de una mula, su mirada se cruzó con la de un piloto enemigo que volaba bajo. Al detectarlo le tiró una bomba dejando al joven malherido enterrado en una montaña de piedras. De nuevo, Espinosa esquivó la fatalidad por partida doble, pues está convencido que aquel avión no disponía de más proyectiles, ya que siguió su rumbo.
Como la suerte, la sed y el hambre también estaban bien presentes en toda la campaña. Las 100 pesetas mensuales que cobraba al mes se quedaban lejos de las cantidades que ganaban los voluntarios extranjeros de las Brigadas Internacionales. «No les faltaba nada. Los daban tabaco, comida y ropa», señala Espinosa, quien se recuperaba en el hospital cuando acabó la guerra. Después de tres meses encarcelado en el actual colegio de las Carmelitas, hizo el servicio militar durante dos años.
Espinosa es una víctima más de las «venganzas» y «el analfabetismo» del momento, que en su caso se llevaron la vida de tres tíos, uno de ellos, asesinado en el río Francolí. La relación entre Espinosa y la política sigue como siempre, inexistente. «Todos son una porquería, no me fío de nadie», replica. Sobre la exhumación del dictador cree que no le toca opinar y lamenta la falta de «inteligencia y humanidad» en la sociedad para «arreglar las cosas».