Represión Franquista
«Por la noche los gusanos salían de las letrinas y avanzaban hacia nosotros»
El periodista Carlos Hernández recupera testigos de prisioneros de los campos de concentración franquistas de Tarragona y Reus
El recibimiento era siempre el mismo. Rapada al cero, ducha de agua fría, aunque fuera diciembre, y ropa «de soldado», siempre de talla diferente, porque como explica el prisionero Joan Guari, al entrar en el campo se convertían en «soldados trabajadores». A partir de aquí, empezaba el proceso de «deshumanización», explica el periodista Carlos Hernández, que en ocasiones desencadenaba en la muerte.
En enero de 1939, días después de ocupar Tarragona, las autoridades franquistas habilitaban el primer campo de concentración en la ciudad. Miles de prisioneros sobrevivieron internos en «condiciones inhumanas» y decenas de ellos murieron en los tres campos que Hernández cuenta entre Tarragona y Reus. Es el caso de los prisioneros en la capital del Baix Camp, donde el hambre, la falta de higiene y de asistencia sanitaria fueron el origen de una epidemia del tifus. «La mayoría no quedaban registrados. Era habitual que soltaran a los prisioneros terminales para que se murieran en casa y que no se contabilizaran sus muertes durante el periodo de detención», explica Hernández. El reportero acaba de publicar Los campos de concentración de Franco (Ediciones B), una investigación de tres años donde revela la existencia de 300 campos de concentración franquistas repartidos por todo el Estado.
Hernández se basa en la denominación oficial de «campo de concentración» que utilizaba el mismo régimen. La mayoría no respondían al «estereotipo» de campo que evoca a una gran explanada, sino que se trataba de edificios, algunos religiosos y recintos. En Tarragona, Hernández localiza el Convento de las Carmelitas y el edificio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que no se asegura a ubicar al 100%, aunque podría ser que estuviera donde actualmente se encuentra la escuela La Salle.
En Reus hubo un campo que cambió de sede en, al menos, tres ocasiones. La Boca de la Mina y Pere Mata fueron algunas de las ubicaciones. «Necesitaban más espacio», relata Hernández sobre unos campos, casi siempre saturados.
Otro prisionero, Miquel Lloret, recuerda a los soldados mutilados y como dormían «unos sobre los otros» en un patio. «Si se levantaban durante la noche para ir al servicio pasando por encima de todos, se quedaban fuera», explica el periodista. Durmiendo cerca de las letrinas, Lloret recuerda: «Veíamos salir los gusanos que se dirigían hacia nosotros».
El campo de Reus estuvo operativo hasta 1942 y los de Tarragona hasta agosto de 1939. En los dos casos, las autoridades presumían del ahorro de dinero en su gestión. Según la investigación de Hernández, los mandos de Tarragona ahorraron 25.299 pesetas un mes y 28.435 pesetas en marzo del 39 en Reus. Un «mérito», apunta, que se cobró «muchas vidas», así como la corrupción entre los responsables que «desviaban en sus bolsillos los recursos destinados a la alimentación de los prisioneros».
Los campos franquistas tenían la función de «clasificar» a sus prisioneros entre los oficiales republicanos y soldados significados (considerados como «irrecuperables») y los considerados «recuperables» (obligados a luchar con la República). Hernández apunta que, en Tarragona, la Comisión encargada de la selección se formó el 10 de febrero de 1939.
Antonio Torres llegó a Reus en septiembre de 1941. «En aquel dormitorio no había camas ni colchones, sólo cuatro paredes y el suelo. Cuando llegó la noche observé que tiraban agua muy cerca de las paredes y lo hacían para que las chinches no pudieran pasar, porque aquellas paredes estaban llenas de nidos de aquellos parásitos», relata el prisionero.