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Educación

La Escola Institut Mediterrani de Tarragona reduce el absentismo introduciendo a las familias en el aula

Desde el curso 2011-2012 los alumnos que faltan frecuentemente a clase han pasado del 50% al 5%

Una de las aulas primaria de la Escola Institut Mediterrani de Tarragona.

Instituto Mediterráneo aula alumnos escuelaACN

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La Escola Institut Mediterrani de Tarragona ha conseguido casi erradicar el absentismo escolar. Gracias a un programa pedagógico que prevé la entrada en las aulas de los padres y madres han conseguido ganarse la confianza de las familias. El centro, situado en el barrio de Campclar, tiene a día de hoy aproximadamente un 70% de alumnos de etnia gitana y un 25% de origen marroquí. Desde el curso 2011-2012 hasta hoy el absentismo, uno de los grandes problemas que tenía la escuela, ha pasado del 50% a situarse entre el 5% y el 7%, niveles considerados «normales», según aseguran desde la dirección del centro. Desde hace dos cursos, además, han obtenido la capacidad de impartir clases de ESO, un factor que ayuda a los estudiantes a continuar el vínculo con el centro, a sentirse más seguros y a mejorar los resultados académicos.

La directora de la escuela, Cristina Lara, recuerda que antes de iniciar el proyecto denominado Comunidad de Aprendizaje «la escuela estaba en una situación delicada» por el elevado número de estudiantes que faltaban a clase. La situación «representaba problemas de convivencia, de cohesión general del centro y con las familias», además de no permitir avanzar en los resultados. La directora de entonces, Maite Minguillón, buscó otros colegios con situaciones similares y vio qué soluciones habían adoptado, hasta que encontró en Albacete un caso equiparable que había desarrollado el proyecto Comunidad de Aprendizaje, un método «con evidencias científicas» de su valía, asegura Lara.

Desde el año 2012 empezaron a abrir la escuela a las familias. Primero haciendo una diagnosis conjunta de la situación y decidiendo hacia dónde tenía que ir el centro. «Los padres manifestaron el deseo de cambio y lo primero que había que hacer era que llevaran a los niños cada día a la escuela», expone a la directora, que afirma que fue clave abrir las aulas para que los progenitores pudieran ver qué pasaba dentro. «Como había desconfianza, hacía falta que vieran cómo trabaja el maestro y qué pasa dentro de la clase. Cuando abres el familiar entra y ve que se trabaja por la excelencia educativa y por la mejora de los resultados. ¿A qué padre no le gusta eso»? pregunta Lara.

Desde entonces han implantado un sistema por el cual desde P3 hasta 2º de ESO se destinan dos horas al día del lunes al jueves para que las familias puedan acompañar a sus hijos dentro de la clase. Los llaman «grupos interactivos» y trabajan conjuntamente para realizar las actividades que propone el profesorado. «La profesora explica qué se tiene que hacer pero en realidad los niños son los que nos ayudan a nosotros a hacer los deberes», asegura Juana Fernández, madre de una alumna de sexto de primaria, que además asume responsabilidades al AMPA desde hace unos cuantos cursos. Laila Akkouj, que tiene tres niños en la Escola Mediterrani, lo vive de manera similar: «Son los niños los que me piden que entre a clase con ellos, y entre los mismos niños empujan a los diferentes padres porque los acompañemos», relata Akkouj.

Los avances han sido tan grandes que incluso «ahora las familias llaman para decir que el niño tiene que ir al médico y llevan el justificante. Eso antes era impensable», reconoce Rosana Varas, jefa de estudios. También se han desarrollado comisiones mixtas entre padres y maestros que permiten detectar casos de absentismo y poner remedio. «Si hay algún caso, hablamos con la madre que nos ayuda y es ella quien habla con los alumnos o con las familias por saber el cual pasa», concreta Lara.

Para conseguir estos hitos la dirección del centro ha tenido el apoyo del Plan Integral del Pueblo Gitano, que guía a los docentes a resolver posibles situaciones de conflicto y se encarga de la gestión del Centro de Verano, con el cual los jóvenes pueden hacer actividades lúdicas y académicas el mes de julio. También facilitan la asistencia de alumnos y graduados universitarios de etnia gitana en la escuela para que los escolares y los progenitores tengan referentes en los cuales reflejarse. «Es muy importante tener expectativas altas hacia ellos. Si el maestro impulsa, el niño se cree importante. Y también hace falta hablar con los padres y decirles que el niño vale mucho y no tiene que dejar los estudios. Se lo tienen que creer», enfatiza Varas.

Y los jóvenes parece que responden muy positivamente. «Quiero hacer bachillerato y después ir a la universidad y estudiar alguna cosa de tecnología o robótica», explica Khalifa Majluf, alumno de 1º de ESO. La opinión la comparten Carmen Ubal y Mohammed Ghaddari, de 2º. Tienen claro que su futuro pasa por los estudios y se muestran muy satisfechos de la educación que reciben. Una de las características es que la ratio de estudiantes por aula es bastante inferior a la de otros centros, ya que se trata de una escuela de alta complejidad. En el caso del instituto son cinco alumnos en 1º y nueve en 2º. «Hay ventajas e inconvenientes», alerta a Majluf, pero en líneas generales los aspectos positivos pesan más. «En clase estamos tranquilos y si tenemos dudas el profesor nos lo puede repetir», expone él mismo. Ubal completa la sentencia indicando que «acabamos más rápido y podemos adelantar deberes».

Este curso tan sólo se imparte hasta 2º de ESO. El próximo tocará 3º, y de aquí dos, 4t; completándose así la creación de la vertiente de instituto. Este crecimiento sostenido ha comportado un incremento del claustro, que se tiene que integrar en una dinámica diferente del habitual. «A los nuevos profesores en julio ya les hacemos una formación inicial para que sepan en qué consiste el proyecto, qué evidencias científicas hay detrás y cuáles son las actuaciones educativas de éxito. Y a partir de septiembre, los vamos sensibilizando y concienciando sobre qué implica el proyecto», detalla la directora, Cristina Lara.

Durante los últimos años los progresos han sido constantes. Los padres y madres, perfectamente integrados en la dinámica del centro, pidieron poder dar clases de inglés extraescolar, ya que en un barrio obrero como Campclar muchas familias no se pueden permitir pagar una academia o profesores particulares de lengua extranjera. También pidieron poder empezar a hacer música y mejorar las instalaciones del laboratorio, así como realizar clases de robótica. Poco a poco todos estos sueños se han ido cumpliendo, en buena parte gracias a la ayuda del Institut Municipal d'Educació de Tarragona (IMET), que depende del Ayuntamiento de la ciudad y que ha aportado recursos para poder llevar a cabo estas actividades. Todo ha ayudado a mejorar los resultados educativos «de una manera lenta pero progresiva», detalla Lara. «Empezábamos mucho bajo mínimos y hasta día de hoy hemos subido mucho, pero todavía nos queda trabajo para hacer», concluye la directora.

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